Yo, Ulrike, grito…

Nombre: Ulrike. Apellidos: Meinhof. Sexo: femenino. Edad: cuarenta y un años.

Sí, estoy casada. Dos hijos, nacidos con parto cesáreo.

Sí, separada de mi marido. Profesión: periodista. Nacionalidad: alemana. Llevo más de cuatro años encerrada en una cárcel moderna de un Estado moderno.

¿Delito? Atentado a la propiedad privada y a las leyes que defienden dicha propiedad y el consiguiente derecho de los propietarios a ampliar en demasía la propiedad de todo.

Todo; incluyendo nuestro cerebro, nuestros pensamientos, nuestra palabras, nuestros gestos, nuestros sentimientos, nuestro trabajo y nuestro amor. En resumen, toda nuestra vida.

Pos eso habéis decidido eliminarme, amos del Estado de Derecho. Vuestra ley es realmente igual para todos, menos para aquellos que no estén de acuerdo con vuestras leyes sagradas. Habéis llevado a la mujer a su máxima emancipación: en efecto, aun siendo una mujer, me castigáis exactamente como a un hombre.

Os lo agradezco. Me habéis gratificado con la más dura de todas las prisiones: aséptica, helada, como un depósito de cadáveres, y me aplicáis la más criminal de las torturas, es decir, «la privación de lo sensorial».

Qué expresión tan elegante para decir que me habéis sepultado en un panteón de silencio. Un silencio blanco; blanca es su celda, blancas las paredes, blancas las rendijas, de esmalte blanco la puerta, la mesa, la silla y la cama, por no hablar del wáter.

La luz de neón es blanca, siempre encendida: de día y de noche.

¿Pero cuál es el día, y cuál la noche? ¿Cómo puedo saberlo? A través de la ventana se filtra siempre la misma luz blanca. Una luz falsa, como es falsa la ventana y falso el tiempo que me habéis borrado, pintándomelo de blanco.

Silencio. Silencio fuera, ni un sonido, un ruido, una voz. Del pasillo no se oyen los pasos, ni puertas que se abren o se cierran. ¡Nada! Todo es silencio y blanco. Silencio en mi cerebro, tan blanco como el techo. Blanca es mi voz si intento hablar.

Blanca es mi saliva que se me reseca en las comisuras de los labios. Silencio y blanco en mis ojos, en el estómago, en el vientre que se me hincha de vacío. Me encuentro suspendida como en un acuario, flotando en el silencio, como un pez japonés sin aletas. Constante sensación de vómito. El cerebro se me despega del cráneo como a cámara lenta vagando por el agua de la luz en la habitación. Todo mi cuerpo es de polvo disuelto como un detergente en la espantosa lavadora: lo recojo…, lo amontono…, me recompongo… ¡No! ¡No! Tengo que resistir…, no lograréis hacerme enloquecer… ¡Tengo que pensar! ¡Pensar! Entonces pienso…, pienso en vosotros que me mantenéis en esta tortura: os veo agolpados con la nariz aplastada contra el gran cristal de este acuario donde me habéis dejado flotando, y me observáis con interés. Disfrutáis con el espectáculo… Teméis que yo sepa resistir… Teméis que otros como yo y mis compañeros vuelvan a tratar de estropearos ese hermoso mundo que os habéis inventado. Es grotesco, a mi me priváis de todo color, y fuera vuestro mundo húmedo y gris lo habéis repintado con colores chillones, para que nadie se de cuenta, y obligáis a la gente a consumir todo de colorines: habéis pintado de rojo chillón los zumos de frambuesa, y qué importa si producen cáncer, de naranja brillante los aperitivos. Obligáis a los niños a que traguen verde esmeralda y amarillo cromo, llenáis de colorantes venenosos la mantequilla y la mermelada. Incluso pintáis a vuestras mujeres como payasos enloquecidos: rosa fresa en las mejillas, azul añil y violeta en los párpados, y rojo bermellón en los labios, y las uñas pintadas con todos los colores imposibles del carnaval: oro y plata, verde y naranja y hasta azul cobalto.

Y a mí me obligáis al blanco para que mi cerebro se resquebraje y estalle en mil confetis: los confetis de vuestro carnaval, de vuestro Parque de Atracciones del miedo. Sí, hacéis gala de una gran seguridad, pero es tan sólo el gran miedo lo que os vuelve tan crueles y dementes. Por eso necesitáis continuamente barracas y estruendos, tantos neones de colores por todas partes en vuestros grandes almacenes, en las casas, en el coche, en el bar, incluso en la cama cuando hacéis el amor. A mi me imponéis el miedo del silencio…, porque os aterra la duda de que éste vuestro no sea el mejor de los mundos…, sino el peor: el más sórdido.

Y me habéis encerrado en el acuario sólo porque… No, no estoy de acuerdo con vuestra vida. No, no quiero ser una de vuestras mujeres confeccionadas y envueltas en celofán. No quiero ser una presencia tierna con risitas y sonrisas estúpidamente seductoras en vuestra mesa del sábado noche en un restaurante con menú variado y exótico y con fondo de música idiota por hilo musical. Y tener que esforzarme por estar en parte triste y pensativa y en parte loca e imprevisible y después tonta e infantil y luego maternal y puta y luego al minuto tener que reírme pudorosa en falsete tras de una de vuestras inevitables ordinarieces.

Oh, se oye un roce suave: se abre la puerta, aparece una carcelera, me mira como si yo no existiera, como si fuese transparente. No dice ni una palabra, lleva en la mano una bandeja con la comida. La deja sobre la mesa y se va. Otra vez silencio.

¿Qué me han traído de comer? Hamburguesas. Un vaso de zumo de pomelo. Verdura cocida, una manzana. Y además se preocupan por si se me pasa por la cabeza suicidarme. En efecto, el plato es de cartón, el vaso es de cartón. No hay ni cuchillo ni tenedor, sólo una cuchara de plástico blando, que parece goma. No, no quieren que yo decida eliminarme. Son ellos los que tienen que decidir. Cuando llegue el momento adecuado se ocuparán personalmente, me darán la orden de suicidarme y puesto que en esta celda no hay barrotes en la ventana de los que poder colgar una sábana y una correa, ellos me echarán una mano…, o incluso más de una mano. Un trabajito limpio. Tan limpio como esta socialdemocracia, que se dispone a matarme…, dentro de un orden.

Nadie escuchará un grito mío, ni un lamento…, todo en silencio, con discreción, para no molestar los sueños serenos de los ciudadanos felices de este país limpio… y ordenado.

Dormid, dormid, gentes bien cebadas y atónitas de mi Alemania, y también vosotros de Europa, gentes sensatas, ¡dormid serenos como muertos! Mi grito no puede despertaros… No se despiertan los habitantes de un cementerio.

Los únicos que sentirán crecer el odio y la rabia, lo sé, serán aquellos que sudan y revientan en la sala de máquinas de vuestro gran navío: los emigrantes turcos, españoles, italianos, griegos, árabes y las mujeres, todas las mujeres que han comprendido su condición de sometidas, humilladas y explotadas, ellas comprenderán también por qué me encuentro aquí, y por qué este Estado ha decidido matarme…, exactamente como a una bruja en el tiempo de las brujas. Y se convencerán, si no lo han hecho ya, de que el hoy sigue siendo tiempo de brujas para el poder. Y que las brujas deben de estar en los telares, en las máquinas, en las prensas, en la cadena de montaje, en le ruido, en le estrépito, en los chirridos…, plaff…, tritritri…, blam…, tritritri, vuum, vuum… ¡Prensa! ¡Blamm! El torno frufrufru…, el motor popopo…, las calderas ploch ploch ploch…

¡Qué hermoso es el ruido, el estruendo, el estrépito! Ja, Ja, lo habéis inventado, vosotros los amos, para vuestro provecho…, y yo me aprovecho. ¡Basta de silencio! Me hago los ruidos yo sola. Prensa: flutts…, el torno: frufrufru…, las calderas: ploch ploch ploch…, ¡el gas! ¡Se sale el gas! Hace toser: ¡achrf achrf achrf!

La cadena: va el ritmo va con los tiempos ritmo, plaf pochh sblam bengh tramp pungh sgnaf strump tuh tuh frr frr…

¡Basta! ¡Basta! ¡Parad las máquinas, silencio!… Qué hermoso es el silencio, gracias, carceleros, por darme este placer extraordinario del silencio… absoluto…, oh, cómo lo saboreo, cómo lo disfruto…, escuchad qué dulce, qué reparador es…, estoy en el Paraíso… Carceleros, jueces, políticos, os he burlado…, jamás lograréis volverme loca, tendréis que matarme estando sana…, en perfecta salud mental y espiritual…, y todos comprenderán, sabrán con certeza que sois unos asesinos, un gobierno, un Estado de asesinos.

Ya os veo correr para ocultar mi cadáver, impedir la entrada a mis abogados… No, a Ulrike Meinhof no se la puede ver… Sí, se ha ahorcado. No, no pueden presenciar la autopsia. Nadie. Sólo nuestros peritos de Estado, que ya han decretado… La Meinhof se ha ahorcado. Pero no hay señales de estrangulamiento en el cuello…, ningún color cianótico en el cuello…, ¡pero en cambio hay cardenales por todo su cuerpo! ¡Apártense, circulen, no miren! Se prohibe sacar fotos, se prohibe pedir un peritaje particular, se prohibe examinar mi cadáver. Se prohibe. Se prohibe pensar, imaginar, hablar, escribir, se prohibe todo. ¡Sí, se prohibe todo!

Pero jamás podréis prohibirnos que nos riamos de vuestra necedad, la clásica necedad de todo asesino.

Pesada como una montaña es mi muerte…, ¡cien mil y cien mil y cien mil brazos de mujeres han levantado esta inmensa montaña y os la arrojarán encima con una terrible carcajada!

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