Cuando sentir amor, produce el miedo de la vergüenza.

Cuando sentir amor, produce el miedo de la vergüenza.
Gowdie Coven Klan

febrero feminista

El amor romántico se ha convertido, entre los colectivos y grupos feministas y alternativos, en el amor de las apestadas. Una vez más la mujer es objeto de otra «caza de brujas», en esta ocasión por su bien y para evitarle sufrimientos. La mujer, afectada por el amor romántico, se encuentra encima de la pira a la que, a los habituales inquisidores, se le suman alternativas y feministas.

Se critica el amor romántico con razón, pero no siendo capaces de adecuar la crítica hacia la idealización del hombre, a la cosificación de las mujeres y a todo lo rechazable de ese tipo de amor que convierte en objeto pasivo a la mujer y sujeto activo al hombre. El amor romántico en su contexto patriarcal, reduce la vida de la mujer a la más completa inactividad de la espiritualidad, a un espacio tan mistificado que encierra asfixiantemente y la despoja de sus atributos, de su propio cuerpo, del goce y dejando su deseo cautivo de un ideal irrealizable y siempre frustrado.

Desde grupos y colectivos feministas y alternativos hay muchas coincidencias en contra del amor romántico. Un consenso que no sólo es sospechoso, sino que asusta. Es sospechoso y da miedo, porque el amor romántico es el que justamente se asocia a las grandes pasiones, y en tiempos como los actuales, es preciso canalizarlas y reconducirlas. No es una casualidad que todos esos discursos que critican el amor romántico, en la mayoría de ocasiones muy acertadamente, provengan de las mismas academias y universidades desde las que se han reforzado los valores técnicos, positivistas y más profundamente patriarcales. Muchos de esos estudios académicos, y de apariencia crítica, lo que buscan no es más que encontrar su espacio de especialización que les permita continuar siendo voz de alguna institución. La especialización y las especialistas son una figura fundamental para la individualidad que promueve el capitalismo en contra de la voz o el saber comunitario/colectivo. Y no nos gustaría que esta afirmación se entendiera como un alegato en contra del conocimiento. A lo que nos referimos, es que el conocimiento no puede ser un acto individualista, ni tampoco reduccionista y ajeno a los otros saberes. Al final siempre es la especialista la que habla por boca de otras y la que nos dice cómo debemos de sentir, cómo debemos de amar o cómo pueden ser o no ser nuestros deseos, o qué clase de amor es el que debemos despreciar.

Pese a las múltiples y variadas críticas, el amor, el enamoramiento y el amor romántico y todos los amores posibles, seguramente también se darían en otro contexto de relaciones que no fueran patriarcales y lo que probablemente cambiaría, serían las maneras de relacionarnos ante esos afectos.

Ese contexto no podría ser otro que el de concebir las relaciones desde un sentimiento de horizontalidad. Plantear la igualdad, es complejo porque, afortunadamente, no somos iguales y siempre las relaciones se establecerán en base a nuestras posibilidades y necesidades, pero fuera de toda discriminación, exclusión o privilegio. Hay quienes opinan que para reparar la actual situación de discrimnación de la mujer (social, política, económica y con respecto al hombre), hay que promover otro tipo de discriminación llamada «positiva». Una discriminación no se repara con otra, sino actuando sobre el sistema que genera esas discriminaciones, y no potenciando al sistema discriminador, aunque en este caso lo consideremos «positivo», pues ahí sí que fomentamos cierta forma de privilegios.

Desde el feminismo se ha asumido un sólido discurso acerca de los privilegios de los hombres con respecto a la mujer, y si bien es cierto que existen, se localizan fundamentalmente en las clases sociales privilegiadas. Curiosamente buena parte de la burguesía más liberal, ha influido fatídicamente en las llamadas clases medias y han adoptado un tipo de relación de privilegios, mucho más sutiles y sofisticadas. En el contexto más popular, más que privilegios «de los hombres», lo que se produce es una repetición de roles perfectamente adaptados y adoptados por el patriarcado y para la completa anulación de la voluntad de la mujer y su desposesión como persona.

Otra de las cuestiones que se han ido consolidando tanto en su condición de discurso como de ideología es una forma de entender la libertad sexual, desde la propia identidad no heteronormativa, creando espacios y potenciando identidades sexuales desde la misma lógica clasificatoria positivista que han sustentado tanto al patriarcado como al capitalismo. Las personas ni somos «homo», «hetero», «bi», «trans», «poli», etc…, somos sexuales y dentro de nuestra sexualidad tienen cabida todas las posibilidades. Se podría decir que todas «estamos» (no somos) en tránsito de una sexualidad a cualquiera de las otras, sólo que hay quienes a lo largo de su vida no han podido salir del impulso sexual que adoptaron inicialmente.

Siguiendo con las maneras de concebir la libertad sexual, hay quienes confunden amor libre, libertad sexual e incluso genitalidad. Actualmente, en muchos de esos espacios creados para el encuentro de sexualidades no heteronormativas, no dejan de ser lugares en los que se intenta conseguir una noche de sexo, alejado de todo planteamiento político y nada diferente a cualquier otro tipo de sala de fiesta de las que aparecen en la prensa rosa, sólo que con la apariencia político-reivindicativa. La crítica no es a la necesaria satisfacción del deseo, sino a esa necesidad de dotar de un contenido político, unos comportamientos y unos espacios a los que principalmente no se va por esas circunstancias, y en los que, pese a proclamarse no heteronormativos, se reproducen los roles patriarcales y sus juegos de poder.

Con acierto, en muchos de esos sitios ya no excluyen a las personas «hetero», entendiendo que esa es otra opción temporal del impulso del deseo de nuestra libertad sexual. Precisamente la libertad sexual evitaba juzgar a las personas por sus prácticas sexuales, fuesen estas las que fuesen, siempre dentro de la lógica del mutuo deseo. La libertad sexual no es mantener relaciones sexuales con quien te apetezca o dejar de hacerlo, sino no discriminar sea cual sea el impulso. De la misma manera el amor libre tampoco alude a la cantidad de relaciones sexuales, sino a que las relaciones amorosas no se vean supeditadas a formas contractuales ni a instituciones, sean eclesiásticas, administrativas o familiares.

Hay mucha literatura que habla acerca de las relaciones sexuales y que sitúan a la pareja como centro de la crítica heteronormativa con toda una serie de tópicos muy simples. El tiempo ha demostrado que la pareja en sí no es heteronormativa, sino una manera más de relacionarse afectiva y sexualmente. Una forma más, pero no la única. Con respecto a la libertad sexual se han creado numerosos mitos, el más recurrido es el del «sexo sin amor», o el «sexo por sexo», argumentando que en ese encuentro sexual, no hay sentimientos. Una vez más se opta por la «apariencia» para justificar el deseo con el engaño a las demás y a una misma. No hay deseo sin sentimiento, pues el deseo se forma justo ahí, en la raíz de los sentimientos. Incluso la valoración del grado de satisfacción de la relación, tiene que ver con parte de ese sentimiento de profundas raíces del machismo patriarcal que concede «puntos» o suma «conquistas» a su lista de relaciones.

Lo que conocemos actualmente, y difundimos, como libertad sexual, no es ni más ni menos que la adaptación individual burguesa de la revolución sexual libertaria y comunitaria. Al igual que las enfermedades que se individualizan en un órgano y no se entienden formando de la persona o el sufrimiento psíquico que se individualiza a través de la culpa, la sexualidad también se ha individualizado entendiendo a las otras como meros objetos de goce y satisfacción de nuestros deseos. De ahí que se hable del «sexo por sexo», «sexo sin compromiso», etc… Este tipo de «sexualidades» las podríamos reconocer en la forma abusadora de relación sexual que mantenían, más allá de la cama de su matrimonio, los terratenientes con sus esclavas o siervas y que a su vez provenían de la violación feudal que permitía el «derecho de pernada». Este tipo de relaciones, aunque sea la mujer quien las realice, potencian el mundo patriarcal del hombre. Ese proceso de transformación sutil, es muy fácil reconocerlo en el Romanticismo, en las circunstancias en las que a algunas de las jóvenes mujeres sirvientas de la casa, se les desbordaban las fantasías de las emociones de ser la elegida por el amo, soñando y entregándose a sus pasiones, esperando un momento que nunca iba a llegar. Y así, en cada nueva casa que hacía de sirvienta, hasta que su cuerpo dejaba de despertar deseo y el esperado «príncipe» que la rescataría de su sufrimiento, moría con sus sueños.

El machismo nos ha golpeado a todas y es por eso que reaccionamos contra de él. El patriarcado no nos golpea, sino que nos atraviesa y forma parte de todo el imaginario de nuestra concepción de posibles relaciones, y no hacemos otra cosa que reproducirlo, aunque cada vez con mayores resistencias. Es por eso que la deconstrucción de nuestras identidades patriarcales como mujer, debe ir acompañada de la reafirmación de todo aquello que nos constituye y que sitúa nuestras vidas en el mismo plano de la existencia de cualquier ser vivo sobre la faz de este planeta tierra. Y para conseguir esas relaciones horizontales, más que conseguir poder, o lo que las academias promueven con el concepto técnico del «empoderamiento», deberíamos diluirlo. En nuestra opinión no se trata de ser un contrapoder sino de conseguir relaciones en las que todo poder quede al margen y se disuelva, de manera que las únicas fuerzas que nos muevan y motiven, sean las de la amistad, las del afecto, las del amor, las del deseo… Y sí, evidentemente, desposeerse del patriarcado no es sólo una acción política, sino también revolucionaria.

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