Filosofía de la deserción por Peter Pal Pelbart

Filosofía de la deserción por Peter Pal Pelbart

Como vivir solos

Este título es un juego de palabras a partir del Cómo vivir juntos de Roland Barthes, e inspirado en una escena de la que fui testigo, a comienzos de los años ochenta, en una clase de Deleuze en París. En una de tantas, uno de los asistentes, tal vez un paciente de Guattari de la clínica La Borde, interrumpió la disertación para preguntar por qué hoy en día se dejaba a las personas tan solas, por qué era tan difícil comunicarse. Deleuze respondió gentilmente: el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo suficientemente solos. No puedo imaginarme qué provocó esta respuesta zen al afligido interlocutor. Venida, por otro lado, de alguien que definió el trabajo del profesor como el de reconciliar al alumno con su soledad. De cualquier modo, Deleuze no se cansó de escribir que sufrimos un exceso de comunicación, que estamos “atravesados de palabras inútiles, de una cantidad demente de palabras e imágenes”, y que sería mejor crear “vacuolas de soledad y de silencio” para que por fin se tenga algo que decir.(1) El hecho es que Deleuze nunca dejó de reivindicar la soledad absoluta. Incluso en los personajes que privilegia a lo largo de su obra, vemos con cuánta insistencia vuelve este tema. Tomemos el caso de Bartleby, el escribiente descrito por Melville, que ante cada orden de su patrón, responde: I Would prefer not to, “Preferiría no hacerlo”. Con esta frase lacónica alborota su entorno. El abogado oscila entre la piedad y el rechazo frente a este empleado plantado detrás del biombo, pálido y flaco, hecho un alma en pena, que por poco no habla, ni come, que nunca sale, al que es imposible sacar de ahí, y que sólo repite: preferiría no hacerlo. Con su pasividad desmonta los resortes del sentido que garantizan la dialéctica del mundo y hace que todo se ponga a correr, en una desterritorialización del lenguaje, de los lugares, de las funciones, de los hábitos. Desde el fondo de su soledad, dice Deleuze, tales individuos no revelan sólo el rechazo de una sociabilidad envenenada, sino que son un llamado a una solidaridad nueva, invocación de una comunidad por venir.

Cuántos lo intentaron, y por las vías más tortuosas. Dado que Roland Barthes, en su texto Cómo vivir juntos, se permitió revelar su fantasía personal de comunidad, a saber, el monasterio en el monte Athos, yo también me permito tomar un ejemplo demodé, venido del campo psiquiátrico. Reclusión por reclusión, cada uno con su fantasía.

Pues bien, Jean Oury, que dirigió junto con Félix Guattari la clínica La Borde, prácticamente se internó con sus pacientes en ese castillo antiguo y decadente. La cuestión que lo asedió por el resto de su vida no es indiferente a los Bartlebys que cruzamos en cada esquina, este gran manicomio posmoderno que es el nuestro: ¿Cómo sostener un colectivo que preserve la dimensión de la singularidad?(2) ¿Cómo crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias, atmósferas distintas, en los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo mantener una disponibilidad que propicie los encuentros, pero que no los imponga, una atención que permita el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo dar lugar al azar, sin programarlo? ¿Cómo sostener una “gentileza” que permita la emergencia de un hablar allí donde crece el desierto afectivo?

Cuando describió La Borde, Marie Depuse se refirió a una comunidad hecha de suavidad, no obstante macerada en el roce con el dolor.

Estos sujetos necesitan hasta del polvillo para protegerse de la violencia del día. Por eso, cuando se barre, es preciso hacerlo despacito. “Es mientras se gira en torno a sus camas, que se recogen las migas, que se tocan sus sábanas, su cuerpo, que tienen lugar los diálogos más suaves, la conversación infinita entre aquellos que temen la luz y aquellos otros que toman sobre sí la miseria de la noche.” Ninguna utopía aséptica, tal vez porque el psicótico está ahí, feliz o infelizmente, para recordarnos que hay algo en el mundo empírico que gira en falso (Oury).(3) Es verdad que todo esto parece pertenecer a un pasado casi proustiano. Pero el propio Guattari nunca dejó de reconocer su deuda para con esa experiencia colectiva y su esfuerzo por conferir la “marca de singularidad a los mínimos gestos y encuentros”.(4) Hasta confiesa que, a partir de ese momento, pudo “soñar con aquello en lo que podría convertirse la vida en los conglomerados urbanos, en las escuelas, en los hospitales”,(5) si los agenciamientos colectivos fuesen sometidos a un “tratamiento barroco” semejante. Pero nuestro presente está lejos de seguir tal dirección, incluso y sobre todo en este capitalismo en red que enaltece al máximo las conexiones y las monitorea y modula con finalidades vampirescas. Aún así, deberíamos poder distinguir estas toneladas de “soledad negativa” producidas en gran escala, de aquello que Katz llamó “soledad positiva”, que consiste en resistir a un socialitarismo despótico, y desafiar la tiranía de los intercambios productivos y de la circulación social. En estos desenganches se esbozan, a veces, subjetividades precarias, máquinas célibes, gestos adversos a cualquier reinscripción social.

Me permito mencionar una anécdota de la Compañía Teatral Ueinzz, integrada por pacientes de salud mental y en ese momento de gira en el Festival de Teatro de Curitiba. Uno de los actores, instalado en el sofá del salón del lujoso hotel, posa su taza de café en la mesa y abre el diario. Yo lo observo de lejos, en ese contexto poco habitual de un Festival Internacional, y me digo: podría ser Artaud, o algún actor polaco leyendo en el diario la crítica sobre su obra. En eso, miro para abajo y veo en el dedo gordo de uno de sus pies un bloque de uña amarilla retorcida saltando fuera de la chancleta. Como quien dice: “no se acerquen”. Quizás quepa aquí la bella definición de Deleuze-Guattari: el territorio es primeramente la distancia crítica entre dos seres de la misma especie; marcar sus distancias.(6) El bloque animal y monstruoso, la uña indomable, signo de lo inhumano, es su distancia, su soledad, pero también su firma. Dejo para otro momento, claro, las uñas de Deleuze.

El dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky creó un personaje que ilustra con humor esta misma reivindicación. La preocupación constante de Poroto es saber cómo va a escapar de las situaciones que se presentan: dónde se va a sentar en una fiesta para poder escabullirse sin ser visto, qué coartada va a inventar para deshacerse de un conocido.(7) Y llega a exclamar esta frase implacable, verdadero puñetazo al estómago de muchos psicoanalistas: “…basta de vínculos, sólo contigüidad de velocidades”. ¿No tendremos ahí el esbozo de algo propio de nuestro universo, tan lejos de aquel otro en que todos interrumpían sus cosas para “discutir la relación”? Una subjetividad más esquizo, fluida, de vecindad y resonancia, de distancias y encuentros, más que de vinculación y pertenencia. Más propia, tal vez, de una sociedad de control y sus mecanismos flexibles de monitoreo, que de una sociedad disciplinaria y su lógica rígida de pertenencia y filiación.

En un pequeño libro titulado La comunidad que viene,(8) Agamben recoge un efecto de esta mutación. Evoca una resistencia proveniente, no como antes, de una clase, de un partido, de un sindicato, de un grupo, de una minoría, sino de una subjetividad cualquiera, de cualquiera, como aquel que desafía un tanque en la Plaza Tiananmen, que ya no se define por su pertenencia a una identidad específica, sea de un grupo político o de un movimiento social. Es lo que el estado no puede tolerar, dice, es la singularidad cualquiera, que no hace valer un lazo social, que declina toda pertenencia, pero que justamente por eso manifiesta su ser común. Es la condición, según Agamben, de toda política futura. También Chatelet reivindicaba el heroísmo del individuo cualquiera, el gesto excepcional del hombre común que impulsa en el colectivo individuaciones nuevas, en contraposición a la mediocridad del hombre medio, que Zizek llama Homo Otarius.

¿O habría que acompañar a Lazzarato en la definición que hace de nuestro presente no tanto por la hegemonía del trabajo inmaterial, como por la difusión, por la contaminación de los comportamientos minoritarios, de las prácticas de contra-conducta?(9) Lo cual engendra procesos de bifurcación en relación con la subjetividad dominante: singularizaciones inauditas, agenciamientos insólitos, tanto dentro como fuera de la red. Visto así, la naturaleza de la resistencia sería indisociable de la cooperación productiva contemporánea y de su proceso colectivo. En este sentido, puede tener razón Sloterdijk cuando sugiere que ya no giramos en torno a los términos de soledad y alistamiento, como hace unas décadas, sino a los de cooperación y comunicación. Es una lástima que cuando cuestiona nuestro solipsismo antropológico con su teorización de las esferas, para contestar al primado del individualismo ontológico, recurra a una metafísica del doble, del ser-dos.(10) Barthes, en el texto al que hice referencia antes, al menos deja su reflexión en suspenso, aunque siga siendo dicotómico. Puesto que cuando evoca lo colectivo, incluso depurado de colectivismo, recurre a la soledad que nos salvaría de la opresión comunitarista. Y cuando se apresta al escape solitario, evoca lo colectivo como una protección compensatoria: “Ser extranjero es inevitable, necesario, deseable, salvo cuando cae la noche”.(11) Como si el vivir-juntos sirviese sólo “para afrontar juntos la tristeza de la noche”. ¿Será así?

Es hora de volver a Deleuze. ¿Qué soledad absoluta es esa que reivindica, por ejemplo, cuando se refiere a Nietzsche, a Kafka, a Godard? Es la soledad más poblada del mundo.(12) Lo que importa es que desde el fondo de ella se puedan multiplicar los encuentros. No necesariamente con personas, sino con movimientos, ideas, acontecimientos, entidades. “Somos desiertos, pero poblados de tribus… Pasamos nuestro tiempo acomodando esas tribus, disponiéndolas de otro modo, eliminando algunas de ellas, haciendo prosperar otras. Y todas estas poblaciones, todas estas multitudes no impiden el desierto, que es nuestra propia ascesis; al contrario, ellas lo habitan, pasan por él, sobre él […] El desierto, la experimentación sobre sí mismo, es nuestra única identidad, nuestra única alternativa para todas las combinaciones que nos habitan.”(13)

Cuánta fascinación ejercían sobre él estos tipos solitarios, y al mismo tiempo hombres de grupo, de banda… Aún cuando lleven un nombre propio, este nombre designa primero un agenciamiento colectivo. El punto más singular abriéndose a la mayor multiplicidad: rizoma. Por eso cabe salir del “agujero negro de nuestro Yo” donde nos alojamos con nuestros sentimientos y pasiones, deshacer el rostro, tornarse imperceptible, y pintarse con los colores del mundo(14) (Lawrence)… La soledad más absoluta, a favor de la despersonalización más radical, para establecer otra conexión con los flujos del mundo… “El máximo de soledad deseante y el máximo de socius”.(15) O como en Godard: estar solo pero ser parte de una asociación de malhechores; en cualquier caso, la deserción, la traición (a la familia, a la clase, a la patria, a la condición de autor), se sirve de la soledad como de un medio de encuentro, en una línea de fuga creadora.(16) Así, tal soledad es cualquier cosa menos un solipsismo: es la forma por la cual se deserta a la forma del yo y sus compromisos infames, a favor de otra conexión con el socius y el cosmos. De modo que el desafío del solitario, contrariamente a cualquier reclusión autista, aún cuando se llame Poroto o Bartleby, incluso cuando termine en un hospicio, es siempre encontrar o reencontrar un máximo de conexiones, extender lo más lejos posible el hilo de sus “simpatías” vivas (Lawrence).(17)

Tal vez todo esto dependa, en el fondo, de una rara teoría del encuentro. Incluso en el extremo de la soledad, encontrarse no es chocar extrínsecamente con otro, sino experimentar la distancia que nos separa de él, y sobrevolar esta distancia en un ir-y-venir loco: “Yo soy Apis, Yo soy un egipcio, un indio piel-roja, un negro, un chino, un japonés, un extranjero, un desconocido, yo soy un pájaro del mar y el que sobrevuela tierra firme, yo soy el árbol de Tolstoi con sus raíces”,(18) dice Nijinski. Encontrar puede ser, también, envolver aquello o a aquél que uno se encuentra, de donde la pregunta de Deleuze: “¿Cómo puede un ser apoderarse de otro en su mundo, conservando o respetando, sin embargo, las relaciones y mundos que le son propios?”.(19) A partir de esta distancia, que Deleuze llamó “cortesía”, Oury “gentileza”, Barthes “delicadeza”, Guattari “suavidad”, hay al mismo tiempo separación, ir-y-venir, sobrevuelo, contaminación, envolvimiento mutuo, devenir recíproco.(20) También podría llamársela simpatía: una acción a distancia de una fuerza sobre otra.(21) Ni fusión, ni dialéctica intersubjetiva, ni metafísica de la alteridad, sino distancias, resonancias, síntesis disyuntivas. Con esto Deleuze relanza el vivir-solo en una dirección inusitada. Una ecología subjetiva precisaría sostener tal disparidad de mundos, de puntos de vista, de modo tal que cada singularidad preservase, no sólo su inoperancia, sino también su potencia de afectar y de envolver en el inmenso juego del mundo. Sin lo cual cada ser zozobra en el agujero negro de su soledad, privado de sus conexiones y de la simpatía que lo hace vivir.

Como se ve, a pesar de lo extravagante del título de este texto, no pretendí presentar un manual de autoayuda sobre cómo vivir solos en tiempos sombríos. Quería partir de las vidas precarias, de los desertores anónimos, de los suicidados de la sociedad para problematizar sus soledades y también, desde el fondo de éstas, los gestos evanescentes que inventan una simpatía y hasta una solidaridad, en el contexto biopolítico contemporáneo. Entre un Bartleby, un Poroto o uno de nuestros locos, veo a veces esbozos de lo que podría llamarse una comunidad incierta, no sin conexión con eso que obsesionó a la segunda mitad del siglo XX, de Bataille a Agamben, a saber: la comunidad de los que no tienen comunidad, la comunidad de los solteros, la comunidad inoperante, la comunidad imposible, la comunidad del juego, la comunidad que viene. Lo que Barthes llamó “socialismo de las distancias”, o un socialismo (palabra caída en desuso) tal como Chatêlet redefinió: “…a cada cual según su singularidad”. Una cosa es segura: frente a la comunidad terrible que se propagó por el planeta, hecha de vigilancia recíproca y frivolidad, estos seres necesitan de su soledad para ensayar su bifurcación loca, y conquistar el lugar de sus simpatías.

Notas:

(1). Gilles Deleuze, Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 275.

(2). Jean Oury, Seminaire de Sainte Anne, París, Du Scarabée, 1986, p. 9.

(3). J. Oury, Seminaire, op. cit., p. 41.

(4). Félix Guattari, Caosmosis, Buenos Aires, Manantial, 1996: “Está claro, acá, que no propongo la Clínica La Borde como un modelo ideal. Pero creo que esa experiencia, a pesar de sus defectos y sus insuficiencias, tuvo y todavía tiene el mérito de colocar problemas y de indicar direcciones axiológicas por las cuales la psiquiatría puede redefinir su especificidad”.

(5). F. Guattari, Ibíd.

(6). G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 2002.

(7). Eduardo Pavlovsky, Poroto, Buenos Aires, Búsqueda de Ayllu, 1996.

(8). Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos, 2006.

(9). Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta Limón, 2006.

(10). Peter Sloterdijk, Esferas I, Madrid, Siruela, 2009.

(11). Roland Barthes, Cómo vivir juntos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

(12). G. Deleuze, Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980, p. 10.

(13). G. Deleuze, Ibíd., pp. 15-16.

(14). G. Deleuze, Ibíd., pp. 55-56.

(15). F. Guatari, Écrits pour l’Anti-Oedipe, París, Lignes & Manifestes, 2004, p. 446.

(16). G. Deleuze, Diálogos, op. cit., p. 14.

(17). G. Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 67. [Traducción ligeramente modificada].

(18). Vaslav Nijinsky, Diario, citado en El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós, 1995, p. 83.

(19). G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, Buenos Aires, Tusquets, 2004.

(20). François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p. 138. “Devenir”: “La gran idea es, por lo tanto, que los puntos de vista no divergen sin implicarse mutuamente, sin que cada uno ‘devenga’ el otro en un intercambio desigual que no equivale a una permutación”.

(21). M. Lazzaratto, Puissances de l’invention, París, Seuil, 2002, p. 98.

Peter Pál Pelbart

Como vivir solos. “Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad” 43-50 pag.

http://periodicoelamanecer.wordpress.com/2014/04/01/como-vivir-solos-filosofia-de-la-desercion-por-peter-pal-pelbart/

Esquizoescena.

Todas las noches, desde lo alto de su torre, el alcalde de Gotham vocifera indistintamente contra magnates, prostitutas y psiquiatras. Promete mundos y fondos, el control y la anarquía, el pan y la clonación. Pero esa noche, antes de entrar en escena, pide un lexotanil. No puede creer lo que ven sus ojos: Marta Suplicy(1) va a asistir a la obra. El alcalde de la ciudad imaginaria no sabe qué hacer con la alcaldesa de la ciudad real: ¿protestar?, ¿competir?, ¿seducir?, ¿avergonzarse? Gotham-San Pablo tiene también un emperador muy viejo. Casi ciego, casi sordo, casi mudo, es el destinatario de voces perdidas. En vano: ni el achacoso emperador, ni el alcalde vituperador tienen algún poder sobre lo que pasa en la ciudad, todavía menos sobre el humor de los corrillos que la recorren: “Aquí hace frío” repite la moradora en su cubículo, y concluye: “¿si mañana el hoy es nada, para qué todo esto?”. Un pasajero le pide compañía al taxista, que sólo repite sus recuerdos y temores. La diva decadente busca una nota musical imposible, Ofelia sale de un tonel de agua detrás de su amado, los ángeles intentan entender dónde posarse, Josué resucitado reivindica otro orden del mundo… Palabras sin pie ni cabeza, diría un crítico; pero ellas se cruzan agónicamente en una polifonía sonora, visual, escénica, metafísica. Voces disonantes que ningún emperador o prefecto consiguen oír, ni orquestar, pero tampoco callar.

Cada uno de los seres que comparece en escena carga, en su cuerpo frágil, su mundo gélido o tórrido… Una cosa es cierta: desde el fondo de su pálido aislamiento, estos seres piden o anuncian otra comunidad de almas y cuerpos, otro juego entre las voces: una comunidad de los que no tienen comunidad.

Vivir, morir

Tal vez la Compañía Teatral Ueinzz sea para ellos algo de este orden. Pasan meses extenuándose

en insípidos ensayos semanales. A veces se preguntan si de hecho algún día se presentarán o volverán a presentarse. Algunos actores desaparecen, el patrocinio mengua, los textos son olvidados, la compañía misma parece una virtualidad impalpable. Y de repente surge un contacto, un teatro disponible, un mecenas o un patrocinador, se vislumbra una temporada. El vestuarista recauchuta los trapos polvorientos, la pizzería 1900 se compromete a donar a los actores la inevitable pizza que precede cada presentación, el de boca en boca compensa una difusión precaria, actores borrados hace meses reaparecen, a veces hasta se escaparon de una internación. Un campo imantado se reactiva, prolifera y hace rizoma. Los solitarios van enganchándose, los dispersos se convocan entre ellos, un colectivo hecho de singularidades dispares se pone en marcha, en un juego sutil de distancias y resonancias, de celibatos y contaminaciones; componiendo lo que Guattari llamaría “agenciamiento colectivo de enunciación”. Pero incluso cuando todo “marcha”, esto sucede en el límite tenue que separa la construcción del desmoronamiento.

Por ejemplo, en el Festival Internacional de Teatro de Curitiba, minutos antes de la presentación de Dédalus, nuestro narrador, pieza clave en el guión, nos comunicó que no participaría: ésa era la noche de su muerte. Después de insistirle mucho, aceptó entrar, pero sus palabras se deslizaban unas sobre otras de manera tan pastosa, que en lugar de servir de hilo narrativo, nos zambulló en un pantano. Y en el momento en que él mismo se transforma en el barquero Caronte para llevar a Orfeo hasta Eurídice, en lugar de conducirlo con su barca rumbo al infierno, sale del escenario por la puerta del frente del teatro en dirección a la calle, donde minutos después lo encuentro sentado en la más cadavérica inmovilidad, exigiendo entre balbuceos una ambulancia: había llegado su hora final. Me arrodillo a su lado y me dice: “Me voy para el charco”. “¿Cómo es eso?”, pregunto yo. “Me voy a volver sapo”. “El príncipe que se volvió sapo”, respondo cariñosamente, pensando que en esta nuestra primera gira artística él viaja con su nueva novia, y es como una luna de miel. Pero él responde, de modo inesperado: “Mensaje para la ACM”.(2) Sin titubear le digo que “estoy fuera”, no soy amigo de la ACM, mejor mandar la ACM al charco y nosotros quedarnos del lado de afuera. Después la situación se alivia y en vez de una ambulancia pide una hamburguesa con queso de Mc Donald’s. Conversamos sobre el resultado de la lotería, a la que apostamos juntos, y sobre lo que vamos a hacer con los millones que nos esperan. Escucho los aplausos finales que vienen de dentro del teatro. Los espectadores comienzan a retirarse, y lo que ven a la salida es a Hades, rey del infierno (mi personaje), arrodillado a los pies de Caronte muerto-vivo, por lo que nos hacen una reverencia respetuosa, pues para ellos esta escena íntima parece ser parte del espectáculo.

Por un pelo nuestro narrador no se presenta, por un pelo sí se presentó, por un pelo no se muere, por un pelo vivió…

Vidas precarias, prácticas estéticas

Sería necesario animarse y dar un salto un tanto extravagante: situar la relación entre “vida precaria” y “práctica estética” en el contexto biopolítico contemporáneo. Partamos de lo más simple. La materia prima de este trabajo teatral es la subjetividad singular de los actores, y nada más. La tematización del trabajo inmaterial de los últimos años permite iluminar una dimensión –antes insospechada– de la puesta en escena que relaté. Se llama trabajo inmaterial a aquel trabajo que produce cosas inmateriales (por ejemplo, en vez de heladeras y zapatos, imágenes, información, signos), aquel que para ser producido moviliza en los que lo producen requisitos inmateriales (no la fuerza física, sino imaginación, creatividad, inteligencia, afectividad, poder de conexión intersubjetiva) y, por último, aquel cuyo producto incide sobre un plano inmaterial de quienes lo consumen (su inteligencia, percepción, sensibilidad, afectividad, etc.). Lo que caracteriza al trabajo inmaterial, tendencialmente predominante en el capitalismo de hoy, es que por un lado para ser producido exige sobre todo la subjetividad de quien produce –en un extremo, hasta sus sueños y crisis son puestos a trabajar–, y por otro, que los flujos que produce –de información, de imagen, de servicios–, afectan y formatean la subjetividad de quien lo consume. Nunca tuvo tanto sentido como hoy la obsesión de Guattari con el hecho de que la subjetividad está en el corazón de la producción capitalística. Con un agregado que Guattari dejaba entrever: la subjetividad no sólo está en las dos puntas del proceso –la producción y el consumo–, sino que la propia subjetividad se tornó “el” capital.

Antes de mencionar algunos ejemplos, vale la pena insistir: cuando decimos que los flujos inmateriales afectan nuestra subjetividad, queremos decir que afectan nuestros modos de ver y sentir, de desear y gozar, de pensar y percibir, de habitar y vestir, en suma, de vivir. Y cuando decimos que ellos exigen la subjetividad de quienes lo producen, queremos decir que requieren formas de pensar, imaginar, vivir, esto es, sus formas de vida. En otras palabras, estos flujos inmateriales tienen por contenido formas de vida, y nos hacen consumir formas de vida. Quién dice formas de vida, dice vida. Animémonos entonces a proponer una fórmula lapidaria: hoy el capital penetra la vida a una escala nunca vista, y la vampiriza. Pero a la inversa también es verdad: la propia vida se volvió un capital. Pues si las maneras de ver, de sentir, de pensar, de percibir, de habitar, de vestir, se tornaron un vector de valorización e inversión del capital, pasan a ser fuente de valor, y pueden ellas mismas tornarse un vector de valorización, como enseguida vamos a ver.

Tomemos un primer ejemplo. Un grupo de presidiarios compone y graba su música. Lo que muestran y venden no es sólo su música, ni sólo sus historias escabrosas, sino su estilo, su singularidad, su percepción, su revuelta, su causticidad, su manera de vestir, de “vivir” en la prisión, de gesticular, de protestar: su vida. Siendo su vida el único capital, en su estado extremo de sobrevida y resistencia, es esto lo que capitalizan, lo que se autovalorizó y produjo valor. En las periferias de las grandes ciudades brasileñas la cuestión va ampliándose. Una economía paralela, libidinal, axiológica, grupal o de pandilla, estética, monetaria, política, hecha de estas vidas extremas. Está claro que en un régimen de entropía cultural, esta “mercadería” interesa por su rareza, por su aspereza, por su diferencia, por su visceralidad. Varias películas recientes dan testimonio de esta tendencia, aun cuando pueda ser fácilmente transformada en un mero exotismo de consumo descartable.

Vampirismo insaciable

Es el turno de mi segundo ejemplo. En el 2000 fui contactado por una ONG (IDETI, Instituto das Tradiçoes Indigenas) para acompañar en un viaje a San Pablo en colectivo a dos tribus Xingú (Xavante y Mehinaku) que querían hacerse presentes en la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento. Pretendían exhibir la fuerza de su ritual y dar al presidente una carta abierta donde declaraban no tener nada que conmemorar. ¿Pero cómo evitar que la presentación de su ritual, una vez llevada a un escenario iluminado, se diluyese en la mera espectacularización (hasta televisiva)? La forma de vida que pretendía resguardarse, de no tomar muchos cuidados, corría el riesgo obvio de ser deglutida como folclore. Es lo que ocurrió con la maravillosa exposición de arte indígena realizada en la Oca del Parque Ibirapuera,(3) que tuve el triste privilegio de visitar junto a los indios “vivos”. A la salida, el cacique Xavante me soltó, en un diagnóstico de inspiración fuertemente nietzscheana:(4) “Todo esto es para mostrar la vanidad por el conocimiento del hombre blanco, no la vida de los indios”. Nunca quedó tan claro cuánta violencia y genocidio encubre la asepsia de un museo (tema benjaminiano por excelencia). La cúpula blanca de Niemeyer, la superficie lisa, las curvas sensuales de las barandas metálicas, la cuidada luminosidad: todo ayudaba a ocultar que cada objeto expuesto era el botín de una guerra. No había ni una gota de sangre en toda la exposición. La muerte fue expurgada de ese lugar, pero también la vida. ¿No reencontramos ahí, en esta museificación de la cultura indígena, nuestro propio vampirismo insaciable?

Vida y capital

Último ejemplo. Arthur Bispo do Rosário es uno de los más destacados artistas de la actualidad en Brasil, si es que su trabajo, hecho a lo largo de años de internación en un hospicio, se puede llamar artístico (él, que tenía una única obsesión en la vida: registrar su pasaje por la tierra para el día de su ascenso al cielo, momento para el cual preparó su majestuoso Manto da Apresentação, donde está estampada parte de la historia universal). Los museos, críticos de arte, investigadores, coleccionistas, psicoanalistas, el “mercado”, tomaron por asalto esta vida singular, su diálogo directo con Dios y con todas las regiones de la tierra, de modo tal que su misión se tornó un objeto de contemplación estética (como era de esperar, por más que haya sembrado, en los modos de concebirse la relación entre arte y vida, su dosis de rareza).

Tres trayectos, tres destinos: un delincuente se convierte en estrella pop dentro de la cárcel, o rechaza el mercado, con el que mantiene una distancia crítica (con sello independiente, etc.); el indio se indigna por el modo en que los blancos difunden los signos de su vida; un loco es catapultado a la esfera museológica sin su consentimiento. En cada uno de estos ejemplos, sale a la superficie la relación ambigua y reversible entre vida y capital. O bien la vida es vampirizada por el capital –llámeselo mercado, medios de comunicación o circuito del arte–, o bien la vida es el capital, esto es, fuente de valor; y es siempre tenue la frontera entre una cosa y la otra. Cuando la vida funciona como un capital, reinventa sus coordenadas de enunciación y varía sus formas. Cuando es vampirizada por el capital, la vida es repelida a su dimensión desnuda, como dice Agamben, a su dimensión de mera sobrevida. Con lo cual nos transformamos en ganado cibernético, o ciberzombis, como lo formuló Châtelet en su texto Pensar y vivir como puercos.

Es en este contexto que, a mi modo de ver, sería necesario situar la referida experiencia teatral. Si la subjetividad es puesta a trabajar, lo que entra en escena es una manera de percibir, de sentir, de vestirse, de moverse, de hablar, de pensar, pero también una manera de representar sin representar, de asociar disociando, de vivir y de morir, de estar en el escenario y simultáneamente sentirse en casa. Esa presencia precaria, al mismo tiempo pesada e impalpable, que se toma todo extremadamente en serio y al mismo tiempo “no le importa nada”, como lo definió después de su participación musical en una de las presentaciones el compositor Livio Tragtemberg. Irse a mitad del espectáculo atravesando el escenario con la mochila en la mano porque su participación ya acabó, o largando todo porque llegó su hora y va a morirse en breve, o intervenir en todas las escenas como si en fútbol fuese un líbero, o conversar con su apuntador, que debería estar oculto, evidenciando su presencia, o volverse sapo… O gruñir, o croar, o hablar como un loro, o decir solamente Ueinzz… El cantor que no canta, casi como Josefina, la bailarina que no baila, el actor que no representa, el héroe que desfallece, el emperador que no manda, el alcalde que no gobierna: la comunidad de los que no tienen comunidad.

No puedo dejar de preguntarme qué es esta vida en escena, esta “vida por un pelo”, que hace que tantos espectadores lloren entre carcajadas: la certeza de que son ellos los muertos-vivos, de que la verdadera vida transcurre de aquel lado del escenario. En un contexto marcado por el control de la vida (biopoder), las modalidades de resistencia vital proliferan en las formas más inusitadas. Una de ellas consiste en poner literalmente la vida en escena. No la vida desnuda y bruta, como en Agamben, reducida por el poder al estado de sobrevida, sino la vida en estado de variación. Modos “menores” de vivir que habitan nuestros modos mayores, y que sobre las tablas ganan visibilidad escénica, legitimidad estética y consistencia existencial.

En el ámbito restricto al cual me referí aquí, el teatro puede ser un dispositivo, entre otros, para la conversión del poder sobre la vida en potencia de la vida. Al final, en la esquizoescena(5) la locura es capital biopolítico. Pero el alcance de esta afirmación excede en mucho la locura o el teatro, y permitiría pensar la función de dispositivos multifacéticos –al mismo tiempo políticos, estéticos, clínicos– en la reinvención de las coordenadas de enunciación de la vida. En las condiciones subjetivas y afectivas de hoy, con las nuevas formas de “enganche” y “desenganche” que caracterizan a la multitud contemporánea, y que se dejan leer en la “comunidad de los sin comunidad”, un dispositivo “minúsculo” como el que presentamos resuena en las urgencias minúsculas del presente.

* * *

La Compañía Teatral Ueinzz está integrada por pacientes y usuarios de servicios de salud mental, terapeutas, actores profesionales, estudiantes de teatro o performance, compositores y filósofos, directores consagrados y vidas “por un pelo”. Fundada en 1997 dentro del hospital de día “A Casa”, de San Pablo, se desvinculó por completo del contexto hospitalario en 2002. Con tres obras dirigidas por Sérgio Penna y Renato Cohen, con música de Wilson Sukorski y un total de 150 presentaciones en Brasil y el exterior,(6) la compañía está montando ahora, bajo la dirección de Cássio Santiago y con música de Livio Tragtemberg, la obra Finnegans Ueinzz, inspirada en el Finnegans Wake, de James Joyce.

Notas:

(1). Marta Suplicy, graduada en psicología y afiliada desde comienzos de los años 80 al Partido de los Trabajadores (PT), estuvo al frente del gobierno de la ciudad de San Pablo entre 2000 y 2004. [N. del T.].

(2). Associaçao Cristã de Moços [Asociación Cristiana de Jóvenes] [N. del T.].

(3). El pabellón Lucas Nogueira Garcez, conocido popularmente como Oca, es una sala de exposiciones situada en el Parque Ibirapuera, de San Pablo [N. del T.].

(4). Friedrich Nietzsche, Segunda consideración intempestiva. Sobre la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006.

(5). Término acuñado por el director Sérgio Penna para designar esta interfase teatro/locura.

(6). Para más información sobre la compañía, o para contactos y apoyos –que son siempre bienvenidos–, consultar el sitio: http://ueinzz.sites.uol.com.br/home.htm. Bajo mi coordinación general, y junto con los actores-terapeutas Ana Carmen del Collado, Eduardo Lettiere, Erika Inforsato y Paula Francisquetti, el proyecto Ueinzz es fruto de un esfuerzo colectivo, y también de colaboraciones exitosas, como con la Pontífica Universidad Católica de San Pablo (PUC-SP). Carmen Opipari y Sylvie Timbert realizaron un documental de hora y media de duración a partir de la experiencia del grupo, titulado “Eu sou Curinga! O Enigma!” [¡Yo soy comodín! ¡El enigma!]. El video puede solicitarse a la dirección: opiparitimbert@hotmail.com.

Peter Pál Pelbart

Esquizoescena,. “Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad” 157-165 pag.

http://periodicoelamanecer.wordpress.com/2014/04/04/esquizoescena-filosofia-de-la-desercion-por-peter-pal-pelbart/

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